Alicia Méndez Medina
En abril de 1984, los barrios de Santo Domingo vivieron la violencia del Estado en sus carnes. En el imaginario colectivo siguen vivas estas historias.

I. La fuerza
Ensanche Altagracia de Herrera.
El alza daba inicio a la larga jornada.
Estado de sitio: las fuerzas armadas hasta los dientes: con la orden de aplastar la primavera de cayenas en las barriadas empobrecidas.
Sacando la basura a lugares más visibles, la muchedumbre por la libre y el miedo devenido en rabia.
Herrera reventaba.
A la vanguardia.
Segregando todo lo tóxico por las calles.
Supurando el dolor.
Y en medio de la tempestad, por la Venezuela la fuerza se hizo sentir: leche, harina, los sacos de arroz volaban, las habichuelas en funda, todo lo que se podía.
¡Expropiación!
¡A la fuerza!
Las verduras, ajíes, yucas y batatas planeaban por los aires.
La calma tensa, en medio del temporal.
Pepe con un saco de arroz en mano gritó : ¡No disparen!
Todo se detuvo, en cámara lenta retrocedieron los hijos de saqueo, el batallón de cazadores descargó de forma rotunda, silenciando el desesperado.
¡No disparen! Lo último que escucharon los vecinos.
Luego fue lanzarse a los pisos de las casas en el desgreñado barrio.
La tanqueta ensordeció junto a los gritos, con una ráfaga que tiñó de miedo las esquinas de todos los tiempos.
24 horas de fuego cruzado.
Luego todo fue silencio.

II. Barricada
Abanico de Herrera.
La barricada, da inicio a la mañana de un abril estampado en el inconsciente colectivo.
La rabia se apodera de quienes en sus cuerpos y mentes sienten los efectos de la desesperanza y el dolor.
Una andanada por la desazón de los del común.
Una calle, un país.
La barriada: cerrada, sitiada.
En las cabezas solo hay una idea: reapropiación de las riquezas.
La barriada barricada: el bullicio por las esquinas y el horror que transmite la televisión pública, al otro lado del muro improvisado con abanicos viejos, tanques, neveras, contenedores y llantas.
Un periodista reporta vandalismo, desaprensivos, marginados.
Un niño corriendo por la unívoca y empedradada calle le dice a otro: manito vamos, que le tamo’ tirando piedra a un perro, mientras la muchedumbre del arrabal lapida al francotirador escondido tras el poste luz en la avenida.
Los niños juegan al futuro.
Otros se aglomeran para mirar.
Llegó el convoy.
Las ráfagas se escuchan a kilómetros, por la vieja callejuela, todos huyen a las balas, que, parecen centellas, los colchones se adelantan a las puertas de las casas.
Todo el mundo al suelo.
Recojan, los militares entraron.

