Pedro L. San Miguel
Imagen: Angelus Novus, cuadro de Paul Klee (1920)
9 de marzo de 2023.
A: Miembros de la Academia Dominicana de la Historia
Hoy he recibido la contestación a la carta que el 20 de diciembre de 2022 cursaran Minou y Manolo Tavárez Mirabal en la que cuestionan el nombramiento de Ramiro Matos González a la Academia Dominicana de la Historia. A raíz de la carta de estos hermanos, el 26 de diciembre de 2022 envié una carta a la Junta Directiva de la ADH en la cual expresé mi consternación por su contenido y por el silencio de la ADH ante tal reclamo. Días después, el 28 de diciembre, recibí una comunicación por correo electrónico del actual presidente de la ADH, el Lic. Juan Daniel Balcácer, indicando que, luego del receso navideño, se consideraría dicha cuestión. Finalmente llega dicha determinación, que ratifica la membresía de Matos González a la ADH.
El juicio de la ADH se basa estrictamente en criterios legales, lo que, a mi juicio como historiador, constituye un grave desacierto, incluso un yerro de envergadura. Si algo aprendí muy temprano, siendo apenas un estudiante, es que la ley no es equivalente a la verdad histórica. Fue esa discrepancia, se puede argüir, la que sustentó el primer grito por la justicia en América: el inflamado sermón de Antón de Montesinos contra la esclavización de los indígenas de La Española, que constituye, precisamente, un enardecido cuestionamiento a la verdad jurídica, impuesta por el Imperio español, de frente a la verdad histórica: la esclavización y el virtual exterminio de los indígenas. Hoy en día, sería una total aberración —amén de una perversa distorsión histórica, por tanto, un dolo a la disciplina de la Historia— concebir y enseñar el pasado colonial en base, exclusivamente, a las leyes, las determinaciones jurídicas y los decretos del Estado español en América. Constituiría tal ejercicio una monumental falsificación de la historia, del acontecer social, ya que NUNCA, en ningún lugar y en ninguna época, la verdad legal —sustentada en el derecho positivo, que es contingente y mudable— es equivalente, sin más, a la verdad histórica. Es este, para mí, un principio, un axioma conceptual y metodológico que debe regir la indagación sobre el pasado. Aceptar la conformidad entre verdad jurídica y verdad histórica equivaldría, por ejemplo, a dar por buena la noción española de la “guerra justa”, expresada por ese cuestionable instrumento legal que fue el Requerimiento.
A distinguir entre verdad legal y verdad histórica lo aprendí durante mis primeras investigaciones, siendo un joven historiador —ya no soy joven, aunque sí historiador—, mientras examinaba protocolos notariales sobre la propiedad de la tierra como parte de mis pesquisas sobre la historia de Puerto Rico en el siglo XIX. Luego lo reiteré escrutando documentos notariales y expedientes del Tribunal de Tierras de Santiago de los Caballeros, allá en los remotos 1980s, cuando me iniciaba en los entresijos de la historia agraria y del campesinado de República Dominicana. De esas fuentes se desprendía nítidamente la discordancia entre la verdad jurídica y la verdad histórica. Esto también se evidenció en otras fuentes, de forma prominente, en los testimonios de los campesinos en torno al tema de las tierras, cuyos alegatos hacían patente la divergencia abismal — incluso, criminal— entre una y otra.
Por cierto, esta apreciación está en sintonía con algunos de los trabajos de quienes fueron mis mentores en la disciplina de la Historia, sobre todo con las indagaciones de Fernando Picó, el más reputado historiador puertorriqueño de los últimos tiempos —y, quizás, de todos los tiempos—, cuyo libro Libertad y servidumbre en el Puerto Rico del siglo XIX (1979) —obra maestra de la historiografía puertorriqueña— constituye, precisamente, un mentís a la noción de que los estatutos y los ordenamientos legales son equivalentes a la realidad social y a la verdad histórica.
No tuve, pues, que conocer a impertinentes posmodernos como Michel Foucault (La verdad y las formas jurídicas) para adoptar esa discrepancia como criterio rector en mi quehacer como historiador. Y esto ha implicado también que a ella recurra como brújula en mi ejercicio como ciudadano. Esto debido a que, para mí, no existe una separación categórica entre el ser historiador y ser, entre otras cosas, ciudadano, miembro de una polis, que, en mi caso, quiero pensar como la comunidad humana, no restringida por fronteras, pasaportes, ciudadanías, procedencias nacionales, restrictivas leyes y mucho menos por cuestionables criterios étnicos, raciales o cualquiera otra seña de identidad. Asumir posturas como ciudadano, por otro lado, remite a lo que deben ser los fundamentos de tales posiciones, que como nos enseñaron los antiguos griegos, se deben desprender de la ética, de eso que dentro de sí lleva cada humano y que define lo que verdaderamente es cada uno de nosotros (José Saramago dixit).
Sustentado en tales criterios, en mi carta a la ADH de diciembre pasado señalé que la misiva de los hermanos Tavárez Mirabal planteaba dilemas legales, históricos y éticos. Reitero tal parecer ya que, como he sugerido en las líneas anteriores, ellos están inextricablemente ligados —ya en concordancia, ya en contradicción. Sorprendentemente, la respuesta que ofrece la ADH al reclamo de los Tavárez Mirabal se atiene a cuestiones legales, las que —insisto— no tienen que concordar con la verdad histórica, mucho menos con la ética. Estos otros asuntos —que son, para mí, los cruciales, los más sustantivos— quedan en un inexcusable limbo; de hecho, son totalmente silenciados. Y el silencio —se ha dicho— puede ser una de las formas más insidiosas de la censura. Huérfano de fundamentos históricos y éticos, el planteamiento de la ADH termina siendo una banal opinión leguleya.
Me parece alarmante que en un asunto como este una entidad dedicada a la historia, por tanto, a lo que debe ser su exploración más rigurosa, rehúya lo que debería ser su norte, su criterio fundamental: la verdad histórica. Soslayar esta cuestión entraña asumir posiciones que para mí resultan más que cuestionables, inaceptables. Esto, por supuesto, no tiene que ver con el pluralismo —o con la falta de él— que esgrime la carta de la ADH para reafirmar el nombramiento de marras. Creo que quienes conocen mi trabajo como historiador y me conocen personalmente pueden dar fe de mi apertura en la disciplina de la Historia, que he defendido en todos los ámbitos, abogando incluso por el derecho a existir de las más descabelladas interpretaciones, lo que, por supuesto, no implica admitirlas ni validarlas, sino reconocer su presencia en los espacios públicos para, precisamente, poderlas debatir, para poder evidenciar abiertamente su insolvencia intelectual y sus despropósitos o desatinos conceptuales, éticos y hasta políticos.
Al sustentar su determinación en criterios legales, la ADH elude los otros dilemas que señalé en mi carta de diciembre pasado: los asuntos históricos —que deberían ser centrales— y los criterios éticos. El caso referido, por cierto, no es inédito: remite a los incontables casos en los países de América Latina y el Caribe en los cuales, a lo largo de la historia, quienes han detentado el poder han abusado de él, cometiendo toda clase de desmanes. Pese a ello, la inmensa mayoría de los responsables NUNCA han llegado a ser juzgados por sus fechorías, iniquidades y crímenes. En tales circunstancias, las leyes y los sistemas jurídicos también han propiciado que los responsables históricos de hechos vituperables continúen durmiendo en paz; no pocos han llegado a edades matusalénicas, tornándose en otoñales patriarcas, pese a tener las manos llenas de sangre. La justicia chilena, para mencionar un ejemplo emblemático, nunca pudo enjuiciar a ese infame militar que fue Augusto Pinochet, pese a ser responsable moral y material del asesinato, la desaparición y la tortura de incontables personas. ¿Equivale en este caso—como en otros análogos— la verdad jurídica a la verdad histórica? A veces, en efecto, ambas pueden coincidir. Mas no lo hicieron en el caso de Pinochet, como no han convergido —en República Dominicana y en otros lugares— en el de otros déspotas y de sus secuaces y esbirros. En el caso de Pinochet, esa discrepancia entre la verdad legal y la verdad histórica acabó, lamentablemente, amparando al tirano (como reflexión sobre el particular, remito a “El [infame] General en su laberinto”, artículo que publiqué en la sección cultural del desaparecido periódico El Siglo el 19 de enero de 1999 y que incluyo como anexo a esta misiva).
Por demás, la determinación de la ADH omite cualquier referencia al testimonio del historiador Emilio Cordero Michel acerca del proceder de Matos González, al que aluden los Tavárez Mirabal en su misiva. Este es un testimonio que, como indican los manuales de investigación para principiantes, cabría conceptuar como “fuente primaria”; en todo caso, es uno de los testimonios más cercanos a los hechos. Amén de esto, sobra que refiera puntualmente el papel de tan —este sí— destacado historiador, dedicado durante décadas a la investigación, la difusión y la enseñanza de la historia dominicana. De modo que la ausencia de referencia alguna a esta eminente figura intelectual y ciudadano ejemplar constituye un silencio ensordecedor, que hace que se resienta ese principio al que alude la ADH sobre su pretensión de “reconstruir —desde una perspectiva integral y holística— una narrativa histórica objetiva y bien contada”. Mas si se omiten informaciones, testimonios y fuentes que contradicen una determinada narrativa, ¿cómo se puede alegar, con propiedad epistemológica, que se ofrece una “perspectiva integral y holística”? ¿Cuán “bien contada” —en el sentido de atenerse lo más adecuadamente posible a TODAS las evidencias pertinentes— puede resultar una narrativa aquejada por carencias tan patentes? ¿Dónde estriba su pretendida objetividad? ¿Dónde su alegada integridad? ¿Qué refiere, en tales circunstancias, dicha narrativa?
Yo considero que al pasado se le debe respetar, no pretendiendo que perviva como criterio omnímodo para actuar en el presente, ni rindiendo homenajes a figuras determinadas o celebrando efemérides, sino, en primer lugar, reconociendo su historicidad, lo que implica interpretar los sucesos y los procesos en sus particulares términos, que son los de su propio tiempo, cultura y sociedad; y, en segundo lugar, tomando en consideración, al interrogarlo, TODAS las pruebas y los testimonios disponibles, no haciendo una selección medalaganaria, tendenciosa, parcial o arbitraria de ellos. Lo más nocivo de esta propensión radica en descartar sin someter a juicio o en omitir las evidencias contrarias, esas que impugnan o cuestionan nuestras propias concepciones, ideologías, suposiciones o hipótesis. Actuando de tal forma, cualquiera puede fungir de historiador: basta con compilar lo que confirma los juicios previamente calificados como ciertos o válidos, descartando todo lo demás. Esto podrá ser cualquier otra cosa, menos Historia.
De modo que era de esperar que, en su determinación, la ADH ponderase el testimonio de Cordero Michel, así como cualquiera otro que pudiese dilucidar los asuntos en cuestión. No ha sido así, al parecer, ya que en su carta se omite totalmente esta otra cara de la historia. En su ausencia, resulta inadmisible que la postura expresada responda a una “perspectiva integral y holística”. Desde mis particulares concepciones acerca de cómo se debe efectuar una indagación o reflexión sobre el pasado —de la índole que sea y del tema que se trate—, no puede haber ejercicio epistemológico escrupuloso o hermenéutica rigurosa en tales circunstancias. Soy consciente de que la Verdad —con mayúscula— es imposible; que a lo que podemos aspirar los humanos es a una versión suya, que, a lo sumo, pueda resultar más o menos adecuada. Generamos, pues, “efectos de verdad”, no la verdad. Esto responde, entre otros factores, a que eso que denominamos verdad —en este caso, referente al pasado— es una construcción cultural y social ya que su elaboración depende del estado general del conocimiento, la tecnología —que incluye la existencia de fuentes apropiadas—, la epistemología, etcétera. También depende de consideraciones ideológicas, filosóficas y de eso que se ha denominado “imaginación moral”, tanto de la personal como de la sociedad en la cual se está inscrito. Así que la noción de verdad se ha modificado a lo largo del tiempo. Esto, obviamente, denota la historicidad del conocimiento acerca del pasado; que la Historia, ella misma, es histórica, por tanto, contingente. No obstante, los historiadores suscribimos un ideal acerca de la verdad histórica —que obedece a nuestras circunstancias histórico-sociales particulares—, la que, para ser estimada como tal, debe construirse en base a determinadas pautas de rigor metodológico, conceptual, teórico y hasta técnicos. No atenerse a tales pautas es motivo suficiente para cuestionar una indagación o una interpretación histórica o, para el caso, investigaciones en cualquier otra área del saber, incluso del Derecho. Yo al menos, pese a que he emborronado no pocas cuartillas cuestionando “verdades históricas” de variada índole e, incluso, la noción misma de “verdad”, me sigo ateniendo —críticamente— a tales preceptos, que considero nodales, cardinales, en el quehacer de los historiadores.
Las cuestiones que he abordado en estas líneas podrían ampliarse mucho más. De hecho, de una u otra forma, numerosos historiadores, filósofos, sociólogos y pensadores han abordado, con mucha más propiedad y sabiduría, las cosas que yo apenas he rasguñado aquí. Sería una gran aportación a la disciplina de la Historia, así como a la sociedad dominicana en general, que estas cuestiones pudieran discutirse ampliamente ya que involucran asuntos de hondo calado, que remiten a la naturaleza del conocimiento acerca del pasado, pero, también, a la índole de la sociedad que se debe —o debería— aspirar. Todo esto entronca, de hecho, con lo que en un ensayo sobre Juan Bosch califiqué como nexo inextricable “entre la epistemología y la ética”. Precisamente, tanto por razones epistemológicas como éticas, resulta más que evidente mi desacuerdo categórico con la determinación de la ADH expresada en su reciente carta.
Debo señalar que mis vínculos con Republica Dominicana se remontan a los 1980s, cuando efectué la investigación para mi tesis doctoral, que desembocó en Los campesinos del Cibao: Economía de mercado y transformación agraria en la República Dominicana, 1880-1960, de 1997, año en que salió también La isla imaginada: Historia, identidad y utopía en La Española. Del primer libro, publicado originalmente en Puerto Rico, apareció una edición dominicana en 2012; el segundo, por su lado, cuenta con cuatro ediciones en español —la más reciente, del 2022—, además de una traducción al inglés, de 2005. Asimismo, en 1999 publiqué El pasado relegado: Estudios sobre la historia agraria dominicana; y en 2004, en México, y en 2011, en República Dominicana, La guerra silenciosa: Las luchas sociales en la ruralía dominicana. Además, en 1999 coedité Política, identidad y pensamiento social en la República Dominicana (Siglos XIX y XX). Esto para no mencionar las decenas de artículos y ensayos que he escrito en torno a la historia, la sociedad y la cultura dominicanas, publicados en diversos países. Debo destacar también que varios de mis estudiantes doctorales en la Universidad de Puerto Rico escribieron sus disertaciones sobre República Dominicana. Esto se derivó de mi empeño por fomentar el conocimiento y la reflexión sobre la historia dominicana.
Todo esto, sin embargo, es insuficiente para dar cuenta cabal de los raigales nexos que tengo y siento con el país. No es este el contexto para referir mis vínculos personales y afectivos. Sí debo señalar que República Dominicana ha sido, para mí, algo más, mucho más, que un mero “objeto de investigación”: amén de llevarla en la piel y el corazón, ella ha sido determinante en mi formación como historiador y como intelectual. Lo he señalado públicamente en diversas ocasiones: en virtud de las indagaciones que he efectuado en torno a su historia y su cultura, he comprendido con mayor propiedad procesos históricos referentes al Caribe en general. Esas exploraciones, además, me indujeron a efectuar reflexiones acerca de la disciplina de la Historia y sobre lo que Michel de Certeau denomina “escritura de la historia”. Así que, para estipularlo de forma sintética: gracias a República Dominicana me convertí en el historiador que he sido durante décadas. Y es que, estudiándola y aprendiendo acerca de ella, adquirí mi propia voz en el campo de la historiografía. Más aún: esto me posibilitó discernir profundamente eso que se ha denominado “función intelectual”, lo que entraña meditar en torno a las dimensiones éticas y políticas del cometido de los intelectuales, esos creadores de símbolos y representaciones que son (somos) lo que Ángel Rama llamó “ciudad letrada”.
Nada de esto lo realicé en búsqueda de honores, reconocimientos ni cumplidos. Mucho menos lo efectué por disposición o por voluntad ajena. En este ámbito, como en todos en los que he incursionado como historiador e intelectual, he procedido por volición propia. Ni siquiera lo he concebido meramente como trabajo o profesión: lo he hecho por placer, por la fruición y la satisfacción de aprender, por el encantamiento que genera —a mí, al menos— ir descubriendo y descifrando lo ignorado y lo incierto. Con todo, pronto desarrollé un sentido de compromiso, profesional y humano, con el pueblo dominicano, al que concibo, no como ajeno o extraño, sino como propio. Y es que, en efecto, en varios sentidos, soy producto del medio dominicano. No poco de lo mejor que pueda tener como historiador se deriva de los nexos de todo tipo que establecí con República Dominicana, su gente, su cultura, su medio intelectual.
Debido a ello, al ingresar como Miembro Correspondiente Extranjero a la ADH en el año 1997 —lo que no dejó de sorprenderme—, me sentí venturoso y honrado. Desde entonces, colaboré en la revista Clío, así como en la Historia general del pueblo dominicano, con sendos capítulos en sus tomos III y IV. Asimismo, fui invitado a ofrecer varias conferencias, las que elaboré con entusiasmo y rigor, tratando en cada ocasión de dar lo mejor de mí como historiador. Confío en no haber defraudado a quienes me convocaron a participar en esos eventos. Por múltiples razones, pertenecer a la ADH ha constituido motivo de gran satisfacción y de orgullo personal y profesional. No obstante, en las actuales circunstancias, mi conciencia —tribunal supremo de mis actos— me indica que esta relación, al menos de mi parte, no puede continuar. De modo que reitero mi discrepancia radical con la determinación en torno al asunto señalado y, cónsono con esta divergencia, manifiesto mi renuncia como Miembro Correspondiente Extranjero de la ADH. Ello implica, por supuesto, que retiro el libro Pensar la historia desde sus escombros: Ensayos sobre historiografía y pensamiento histórico, programado para ser publicado por la ADH.
Esta decisión, aunque me entristece profundamente, es resultado de una meditación cuidadosa, en la que he ponderado criterios de diversa índole. Un aspecto primordial ha sido lo que para mí representa la figura de Emilio Cordero Michel como historiador, educador y colega ejemplar. Pero también lo que simboliza como figura histórica, como ciudadano intachable y —¿por qué no?— como amigo entrañable. En el inicio de su obra maestra El Mediterráneo y el mundo mediterráneo en la época de Felipe II, el gran historiador Fernand Braudel confiesa que ama al Mediterráneo. Cuando leí esta declaración por primera vez, décadas ha, me sorprendió ya que la misma contradice el precepto de la objetividad científica, de la asepsia emocional que, alegadamente, debe mantener el historiador ante su asunto de indagación. Fue para mí esa declaración de amor de Braudel un gesto liberador. Desde entonces, no he hecho esfuerzos por ocultar los diversos “amores” que me han inducido a incursionar en determinados temas, ni a encubrir aquellos elementos que los han inspirado. Uno de esos afectos —y no de los menos significativos— han sido mis amigos y amigas, entre los cuales varios dominicanos ocupan lugares prominentes. Emilio Cordero Michel se encuentra en el mero centro, en el núcleo duro de esos irrenunciables afectos. No sólo por él, pero también por él, en su memoria, en homenaje suyo, actúo de la manera en que lo hago en este momento.
Con todo, este modesto gesto no es, como pudiera pensarse, un asunto estrictamente personal, que atañe únicamente a Emilio Cordero Michel. Lo personal —como los afectos— es también un fenómeno social y como tal se puede —y se debe— concebir. En este contexto, Cordero Michel encarna una tendencia histórica, comprometida con la lucha contra el despotismo y contra esas infaustas fuerzas internas que tradicionalmente han aquejado a República Dominicana. Hoy en día, esas aciagas tendencias renacen con pujanza por doquier: se expresan en ideologías, movimientos políticos, y manifestaciones culturales retrógradas, autoritarias, profundamente antidemocráticas y fundamentalistas. Ya en su momento, en sus crípticas pero esenciales “Tesis sobre la historia” (1939-1940), Walter Benjamin advertía que, de triunfar el fascismo en Europa —lo que auguraba su propagación al orbe entero—, “ni siquiera los muertos estarán seguros” (Tesis VI). Este aviso del atribulado filósofo alemán es aplicable al presente, cuando en múltiples sociedades avanzan esos fatídicos impulsos. Uno de sus pérfidos artilugios radica —como ha ocurrido siempre a lo largo de la historia de la humanidad— en acomodar los relatos del pasado a su conveniencia, lo que conlleva conferirles legitimidad a figuras reprochables y consentir acontecimientos reprensibles. Por tanto, se desdeñan, ultrajan o suprimen quienes históricamente representan todo lo que encara, contrarresta o estorba tales designios. Todo esto comprende una pugna por la memoria, un literal “combate por la historia”, que conlleva determinar los sucesos y las figuras que ocuparán los recuerdos y los olvidos en la memoria colectiva, así como las significaciones que se conferirán a unos y a otros.
Desde esta perspectiva, en este contexto, la figura de Emilio Cordero Michel trasciende su singularidad: simboliza la lucha por la justicia, la democracia, los derechos ciudadanos y el valeroso desafío al despotismo. Lo que está en juego, en última instancia, es la pugna por la tradición democrática. Por eso, además, defiendo su memoria. Por eso abogo porque sus palabras no queden relegadas en el olvido, que no pasen a formar parte, meramente, de ese cúmulo de escombros que, según Benjamin, impávido e inerte, contempla el Ángel de la Historia.
Pedro L. San Miguel, PhD
Catedrático Jubilado, Universidad de Puerto Rico
Recinto de Río Piedras
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