Las quince medidas de Abinader y la maquinaria criminal del Estado dominicano: la continuidad de la represión anti-haitiana

Micely Díaz Espaillat

Foto: Demolición del sector Mata Mosquito en Friusa, Verón-Punta Cana

El presidente Abinader lanzó nuevas medidas represivas el 6 de abril bajo el discurso de enfrentar una “amenaza haitiana”: más militarización fronteriza y hospitalaria, cobros a inmigrantes por atención médica, y la orden al personal de salud de delatar a sus pacientes, entre otras. El 21 de abril, 87 mujeres embarazadas o recién paridas fueron raptadas en hospitales y llevadas al Centro de Detención de Haina.

Quienes a estas alturas dicen “estar sorprendidos”, o mienten o han elegido vivir en la más cómoda de las cobardías. Porque nadie puede alegar ignorancia. Lo han denunciado medios, activistas, organizaciones sociales y las propias víctimas por años. Así que no: no les creo su sorpresa. Y sí: les acuso de indiferencia, de cinismo, de complicidad.

Hoy, la persecución sistemática de personas haitianas y dominicanas empobrecidas ha alcanzado niveles de barbarie inaceptables. Y que quede claro: esto no es solo un discurso de odio. Es racismo de Estado. Es xenofobia institucional. Es una maquinaria neotrujillista que lleva años perfeccionando su violencia.

La República Dominicana vive desde hace décadas en una precariedad estructural: educación deficiente, servicios públicos ausentes, violencia policial sistemática y corrupción institucionalizada por mencionar algunos. Y en el centro de todo esto, una élite política y económica que no solo es indiferente: es responsable. Nada de esto es nuevo. Y sin embargo, cada vez que la tragedia toca fondo, reaparece la sorpresa selectiva, el asombro fingido, y un silencio que ensordece.

A la Dirección General de Migración, al Ejército, a la Policía Nacional y a todo el aparato estatal de persecución no les debo sorpresa. Son engranajes diseñados para la brutalidad, expertos en extorsión, represión, y en lucrarse de la persecución. No es solo violencia: es negocio. Cada redada, cada deportación, cada desalojo alimenta una maquinaria económica que también beneficia a la clase empresarial. Una clase que explota la inmigración irregular mientras finge condenarla. Hipócritas. 

Las personas migrantes haitianas no son criminales: son trabajadoras. Punto. Lo único que hacen en este país es sostenerlo. Y encima se les exige hacerlo en silencio, despojados de derechos y expuestos a la indiferencia de un sistema que los trata como desechables. Se repite con descaro que los haitianos “no pagan impuestos”. ¡Pero consumir implica pagar impuestos! Pagan con cada jornada de explotación. Pagan con cada compra en un colmado, con cada recarga de celular, con cada galón de combustible. Porque consumir genera tributo. Mientras tanto, los grandes empresarios disfrutan de exenciones fiscales multimillonarias. El problema no es fiscal: es racial. Lo que molesta no es que no contribuyan, sino que existan. Que estén aquí. Que ocupen un espacio. Que recuerden que la blanquitud nacional es una ficción construida sobre violencia y negación. Se les quiere obedientes, mudos, robotizados e invisibles. Y cuando se atreven a existir, en hospitales, escuelas o simplemente en la calle, se les condena, persigue, deporta o asesina.

La corriente conservadora es selectiva hasta el cinismo. Los que se autoproclaman “pro vida” desaparecen cuando las mujeres embarazadas son perseguidas en hospitales militarizados. No hay un solo pronunciamiento cuando recién nacidos y madres son arrestadas en plena recuperación posparto. Silencio total. Pero el progresismo tampoco se salva. El reclamo se vuelve opcional. Los movimientos feministas y partidos que se visten de progresistas han fallado, callan o responden con tibieza, cuando la violencia cae sobre mujeres negras y migrantes. Por su parte, el Ministerio de la Mujer ha decidido que la vida de las migrantes negras no le concierne. Su silencio es cómplice. Su omisión, criminal. El CONANI, lejos de ser una institución protectora, ha permitido por acción y omisión el abuso infantil que supuestamente debería erradicar.

Y ahí están también los políticos que usaron los derechos humanos como bandera hasta que tocaron el poder. Luis Abinader, que en 2013 quiso posar de defensor de los desnacionalizados, hoy lidera un régimen de apartheid. Abinader ha convertido la represión en espectáculo y ha hecho de la xenofobia un proyecto de Estado colonial, como evidencian sus recientes medidas: mientras se regulariza a inmigrantes venezolanos, se desregulariza y persigue a los haitianos. Faride Raful, que alguna vez defendió causas justas, hoy ocupa el Ministerio de Interior y Policía, y desde ahí no solo observa sino que refuerza esta política neotrujillista. Su transición de defensora de derechos a ejecutora del autoritarismo debe ser recordada como una traición sin retorno.

El canciller Roberto Álvarez, promotor entusiasta de la intervención militar en Haití y defensor del genocidio sionista, no es menos culpable y su diplomacia es puro cinismo. Ha sido el encubridor internacional del racismo de Estado, disfrazando la represión con discursos de soberanía. Viene de dirigir Participación Ciudadana, organización que hoy guarda un silencio cómplice. Él y sus aliados en el gobierno han demostrado que los derechos humanos les importan solo cuando conviene. A ellos, y a todos los funcionarios y funcionarias públicas que callan o aplauden, les deseo el juicio más severo que pueda ofrecer la historia. A los religiosos que desde púlpitos promueven el odio con rostro de virtud, les deseo el desprecio que merecen. 

El racismo estructural no se sostiene solo. Tiene aliados estratégicos: ONGs, activistas y académicos que pretendieron erigirse como defensores de la dignidad humana, pero que hoy guardan un silencio sospechoso y cobarde. Y a los que dicen que “no podían imaginar esto”, les digo: su ingenuidad no los absuelve. Los condena. Las deportaciones masivas, inconstitucionales y contrarias a la Ley 285-04, no comenzaron ahora. Desde el fin del estado de emergencia por el Covid-19, el régimen intensificó una maquinaria represiva con la detención ilegal de embarazadas, la demolición brutal de viviendas en barrios empobrecidos y la separación de familias. Todo esto amparado en decretos discriminatorios como el 668-22. Mientras exhiben con orgullo sus cifras de deportaciones y su muro fronterizo, entregan el país a las megamineras extranjeras. Por eso no basta con denunciar en privado. La tibieza es complicidad. La inacción los convierte en parte del engranaje represivo.

Esto no son simples discursos de odio: son crímenes. No son errores aislados: son políticas sistemáticas. Neotrujillistas. Coloniales. Violentas. Y no solo criminalizan a haitianos: ponen en riesgo a todo dominicano negro y empobrecido. 

En tiempos de infamia, la resistencia es dignidad y desobediencia. Nadie está obligado a ser cómplice. Quienes trabajan en el sector salud y en otras instancias estatales aún pueden elegir no ser parte de esta maquinaria de odio criminal. La historia sabrá distinguir entre quienes colaboraron con la represión y quienes se atrevieron a desobedecer al régimen.

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